Aquellos bares de Córdoba

Por José Rafael Solís Tapia

Agradezco al señor Solís Tapia su amabilidad al permitirme reproducir en esta página algunos de los textos que sobre la Córdoba de la guerra y la postguerra escribió y publicó en la prensa local.

GAMBRINUS
La primera vez que yo me asomé a aquel local de la calle Jesús María de Córdoba -cosa de chiquillos- fue antes de la Guerra Civil de 1936. Me llevé una gran impresión. Aquello tenía todas las características de un templo. Luego supe que lo fue, en la puerta había un gran biombo con unos colores y unas siglas de un partido político, muchas sillas de anea y una tribuna. Alguien me dijo que un día entró allí un camión con guardias de asalto para poner orden.

Ya en plena guerra, tomé contacto y allí estaba el bar Gambrinus, propiedad de Don Paco Alcalá, industrial granadino que le dio al negocio un nuevo giro por la actividad de la calle, ya que frente estaba la casa central de Correos y Telégrafos -donde hoy se levantan unos grandes y populares almacenes- y al lado estaba el flamante Cine Góngora. El bar tenía una gran afluencia de público, empleados de Correos, gente de paso y, por estar en plena contienda, militares, muchos militares. También se reunían diariamente un buen grupo de soldados alemanes -sería por lo de “Gambrinus”- que pertenecían a la Legión Cóndor, destacados en el Castillo de la Albaida. Como el local eran tan grandísimo en el fondo, dividido por unas mamparas, estaba el servicio de Restaurante donde se servía el “menú del día”, compuesto de tres platos, pan, postre y vino por el precio de tres pesetas y quince céntimos. Hay que tener en cuenta que el muchacho del bar al que yo conocía ganaba dos pesetas diarias por ocho o diez horas de trabajo. Todavía circulaban las monedas de plata, hablo de 1937.

El bar tenía una puerta central y a cada lado un escaparate. Los cristales como en todos sitios con las aspas de papel engomado, para evitar su rotura por la onda expansiva de los bombardeos; a la derecha, un largo mostrador con una máquina de café exprés de dos brazos, niquelada y una altura de un metro. Era italiana, marca Pavoni; también a la derecha había una larga escalera que conducía a lo que antes fue el coro, donde tenían instaladas dos mesas de billar, que su trabajito costaría el subirlas.

De vez en cuando estos bares se quedaban vacíos cuando sonaba la sirena, que había instalada en la terraza del edificio de El Fénix Español de las Tendillas, anunciando la llegada de aviones. La gente buscaba refugio en los sótanos cercanos, muchos ya no volvían y no pagaban las consumiciones.
A las nueve de la noche se encendía el gran aparato de radio, y el local se paralizaba, todos en silencio, para escuchar las charlas del general Queipo de Llano.

Había varios camareros, entre ellos, uno muy ocurrente, que se llamaba Manolo El Sevillano. A este hombre una mañana le entró un cliente con aspecto de forastero. Se sentó en una de las muchas mesas que había, se fue para la mesa Manolo, que le dijo. “¿Qué desea el señor?” “Yo, nada”, le respondió. Pasó un ratillo y volvió a preguntarle… “El señor desea ya algo?” “No, nada”. “Es que… para estar aquí sentado hay que pedir algo”. Frotándose las manos le contestó: “Pues….déme usted un cigarrito”.

En la calle Jesús María había varios bares. El popular Correo -que aún continúa- del señor Carrasco que en aquellos años hicieron popular la frase de… “Pasen al salón…” En frente estaba Ariza antes de establecerse en la calle Siete Rincones -hoy Málaga-; otro era el Bar Balilla atendido por un señor calvo, muy sonriente, siendo la especialidad de la casa unos grandes y económicos bocadillos de callos que te entregaban chorreando salsa, al tiempo que te decía. ¡toma bali! El bar siempre estaba abarrotado y en el suelo dos dedos de serrín para empapar las gotas de salsa. Junto al “balilla” había un fotógrafo ante cuyo establecimiento se formaban colas bien para recoger o hacerse fotos los soldados que se encontraban en Córdoba, hospitalizados o de regreso de los frentes. Al final de la calle, en dirección a Santa Ana, estaba la taberna de Guerrero, donde acudían los buenos aficionados a jugar al dominó.

En aquellos tiempos de comida no se andaba muy mal, cuando la cosa se puso fea fue en 1940-41 , bautizado por el pueblo sencillo con el nombre del Año del Hambre; peseta que se tenía, peseta que se gastaba en la Corredera en un cartucho que contenía seis “tortillitas” del tamaño de una pelota de ping-pong, hechas de maíz o de lo que fuera, pero que sabían a gloria.

El viejo templo de la calle Jesús María, que tanta actividad tuvo, fue demolido. En su lugar se levantó una casa en cuyo local comercial hay hoy una confitería.

La familia Alcalá se trasladó a la calle Alfonso XIII, exactamente frente a la puerta de servicio del Círculo de la Amistad, donde volvió de nuevo el bar Gambrinus, que permaneció varios años hasta que otra vez la piqueta se encargó de echar abajo la casa y con ella el bar Gambrinus, que también quedó en el recuerdo de los sexagenarios de hoy.

José Rafael Solís Tapia
Publicado en “Córdoba” de 10/04/1988

AQUEL BAR COVELERO
A principios del año 1937, en plena guerra civil española, se inauguró en nuestra querida Córdoba un pequeño bar en uno de los locales de la casa número dos de la Plaza de las Tendillas, exactamente el que hace esquina con la calle Duque de Hornachuelos. Su propietario era Antonio Redondo, dedicado al negocio de aceites y natural del bonito pueblo de Pozoblanco. El bar era atendido por un dinámico chaval y por el cuñado del dueño. Se decía que para ponerle el nombre al bar Redondo se había inspirado en el título de un popular pasodoble de aquellos años titulado «Mi barco velero» que, a pesar de las circunstancias por las que atravesaba España, se oía en la radio y la gente canturreaba.

El Bar Covelero pronto fue lugar de reunión de la buena gente del Valle de Los Pedroches, o de los tarugos como cariñosamente se les llama. Acudía un buen grupo, unos porque les había pillado en Córdoba el inicio del Movimiento Nacional, y otros porque eran evadidos. A mediodía se podía decir que toda la clientela era pozo albense, salvo alguno que no lo fuera, aunque las dimensiones del local no daba para más. Allí se escuchaban apellidos tan de la tierra como Tirado, Cardador, Calero, Cabrera, etc. A propósito ¡qué buen chocolate el Hipólito Cabrera! El de las meriendas de nuestra infancia; ignoro si se sigue fabricando. Se hablaba, cosa lógica, de la marcha de la guerra, de problemas familiares, de los paisanos, se evocaba a la Virgen de Luna, se prestaban ayuda, todo en un ambiente de verdadera camaradería ante los momentos difíciles de aquellos tiempos.

La Plaza de José Antonio Primo de Rivera (hoy Tendillas) era un “feria”: vehículos, sobre todo camiones, estacionados por doquier; militares, muchos militares, de distintas armas y nacionalidades – españoles, marroquíes, italianos, alemanes, etcétera- y los calaveras, que eran unos soldados especialistas destacados en la Base de Carros de Combate de Las Quemadas. Estos llegaban por las tardes en grandes camiones que aparcaban muy cerca del Bar Covelero. Les llamaban así por llevar sobre su pecho un emblema compuesto por un cráneo con dos tibias cruzadas, vestían de mono azul y boina negra, era gente alegre y divertida.

Los bares de la plaza, siempre abarrotados, eran: Bar Covelero, La Malagueña, con sus raciones de pescado frito, Gran Bar, Bar Ariza, Bar Correo, Taberna de Cerrillo, La Perla, Cervecería Ramos, Cervecería La Cruz del Campo y Casino La Peña. A pesar del ambiente aparentemente festivo en los frentes luchaban hermanos contra hermanos, ¡una pena!

Había un kiosco de prensa situado frente a la farmacia de la esquina de la calle Gondomar, propiedad de Andrés Gracia Ruiz (padre) auxiliado por su hijo Antonio que estaba hecho un chaval; distribuían la prensa local que creo eran, Azul, Diario de Córdoba, El Defensor… y el periódico sevillano La Unión, entre los vendedores ambulantes de prensa, que salían corriendo voceando los titulares.

De vez en cuando la Plaza se quedaba desierta -salvo algunos valientes- y era cuando sonaba la tan temida sirena, que estaba colocada entre los edificios de la Telefónica y El Fénix. Su largo sonido anunciaba la llegada de aviones enemigos para bombardear la ciudad y las campanas de las parroquias y conventos, al oírla, comenzaban a repicar alarma, mientras la población civil salía en busca de refugios. Otros se quedaban en sus casas, buscando los sitios más seguros (según la mentalidad de aquellos tiempos) que era debajo de las camas, en los huecos de la escalera, sótanos, parapetos con sacos terreros; mientras, las mujeres, asustadas, se encomendaban a todos los santos.

Hubo un avión al que le dio por venir todas las mañanas a las ocho a bombardear. La gente de nuestra tierra, tan dada a poner motes y hacer chistes sea cuál fuere la situación, lo bautizó con el nombre de «El tío de las tortas», basándose en que a esa misma hora había unos vendedores ambulantes que recorrían nuestras calles pregonando al grito “¡Hay tortas calientes!”, producto, que las vecinas compraban para desayunar al precio de diez y quince céntimos.

Todos los cristales de ventanas y puertas de Córdoba tenían un aspa de papel engomado para evitar su rotura con las explosiones. Las luces del alumbrado público tenían poco voltaje y unas tulipas para impedir el resplandor.

Antes de terminar la guerra el Bar Covelero fue traspasado a un señor de Hinojosa del Duque llamado Fabián Monje Plas; y éste, más tarde, también lo dejó, y el nuevo propietario le cambió el nombre por el de Capitol. Luego, en ese local se estableció un estudio fotográfico y actualmente hay una tienda (ya ampliado el local) de bordados. El tantas veces mencionado Bar Covelero linda aún hoy, con la tienda de Francisco Más y con la peluquería del buen profesional maestro Chumilla. Traigo esta narración, para conocimiento de los jóvenes pozoalbenses que esto lean, como recuerdo de aquel grupo de tarugos, aunque muchos de los protagonistas ya no estarán entre nosotros.
El pasodoble comenzaba así: “Yo tengo un barco velero, en el muelle de Almería…”, canción entre otras, que cantaban los soldados cuando se dirigían a los frentes de combate.

José Rafael Solís Tapia
Publicado en “Córdoba” de 04/09/1989